jueves, 9 de enero de 2014

Fukushima

Gracias a dios que no he tenido hijos. Es lo único que puedo pensar cuando en este momento me siento tan distante de las que hubieran sido posibles madres.

Esto debido a que es casi inspirador el terror que causa el mundo estos días. Los vicios de nuestra sociedad actual. Y no solo en sus formas químicas, que, aunque me aquejan, por el momento no resulta tan violento el malestar que causan.

Las tendencias comunicativas analizadas por un publicista desertor, luchando por convertirse en chamán del mundo industrializado, resultan paralizantes. Mundo, por cierto, habitado recientemente por el esclavizador máximo, epitome de los círculos viciosos y espectador total; la compañía fría, el observador en potencia detrás de la cámara de seguridad o el satélite. Ese papel antes solo se lo reservábamos a dios.

En el mundo nuevo nunca se puede estar solo. Eso nos deja un planeta deshabitado de espíritus, que se invocan naturalmente por el misterio y la solitud, los cuales ahora solo existen en las mentes de las personas que caminan por el eterno asfalto esférico del orbe conquistado.
Finalmente nos agregamos al zoológico que nosotros mismos habíamos creado. El paso final en la conquista de nuestras almas. La autocontención, embalaje y venta de nuestros espíritus; la aniquilación del ser individual, llévese uno y el segundo es gratis.

Repelúznome al entender eso, escalofrío y presión submarina, sin la paz del enmudecimiento oceánico.

Estos días siento un desasosiego mayor, quizá por el mar y su pescado radioactivo.
Dicen que seis reactores fundidos en Japon son peores que cualquier bomba atómica.
Y aquí en mi refugio de mar de gente, tras mi refugio de mar de mar, me siento convaleciente.
Vulnerado en espíritu por las invisibles partículas de justicia natural.
El fuego secreto del hombre le ha dado a Prometeo su venganza y tal vez también su libertad.


Estoy cansado de fumar para ignorarles.